Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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1166
Legislatura: 1887 (Cortes de 1886 a 1890)
Sesión: 11 de abril de 1887
Cámara: Congreso de los diputados
Discurso / Réplica: Réplica al Sr. Azcárate
Número y páginas del Diario de Sesiones: 64, 1684-1686
Tema: Contrato celebrado con la Compañía General Transatlántica española

Todo puede atribuírseme, Sres. Diputados, menos la falta de calma, de tranquilidad y de paciencia para esperar, en esta malhadada cuestión, promovida por el giro peligroso que a última hora se dio a este ya largo debate.

Los Sres. Diputados recordarán que oí con completa tranquilidad y en absoluto silencio al Sr. Azcárate, aunque, como no habrá olvidado la Cámara, salpicó su discurso de indicaciones de color harto subido, impropias, en mi sentir, del carácter de S.S. y de su manera de ser, y tanto más extrañas, cuanto que habían sido precedidas por el discurso del señor Laviña, en el cual había ataques, quizá más certeros, contra el dictamen de la Comisión, pero en que se habían guardado todas las conveniencias, y hecho a todos completa justicia. Recordará también el Congreso que escuché, si no con calma, al menos en silencio, la parte final de la última rectificación de las muchas que lleva hechas el Sr. Celleruelo, a pesar de que en ella apenas hay palabra que no aparezca como dardo envenenado, ni frase que no lleve envuelta una mortificante reticencia contra todos los que, de cualquier modo, directa o indirectamente, en más o en menos, han intervenido en el asunto que hace tiempo está ocupando la atención del Congreso.

No sólo no me apresuré a contestar a uno y otro Sr. Diputado, sino que procuré que lo hicieran, ya algún individuo de la Comisión, ya el Sr. Ministro de Ultramar, para ver si llamando la atención sobre esos conceptos, que pudieran parecer más o menos ofensivos, los que los habían vertido se apresuraban a rectificarlos, si por acaso habían sido, más que nacidos de la voluntad y elaborados por la intención, producto de la vehemencia o de la improvisación del momento; y únicamente cuando vi, no sólo que no se rectificaban esos conceptos, sino que se ampliaban y se insistía en ellos, fue cuando me creí obligado a hacer uso de la palabra en los términos en que lo hice, términos que, a mi entender, me imponían de consuno mi posición de Presidente del consejo y mi deber de jefe de partido.

Cuando se pone en tela de juicio la honra y la dignidad de un Ministerio; cuando se trata del buen nombre de una Comisión nombrada por la Cámara, y compuesta de dignísimos individuos representantes de todos los partidos monárquicos; cuando se trata del respeto y de la majestad del Parlamento, momentáneamente interrumpida por el eco de la palabra negocio, que iba a herir a ilustraciones honradas y celosas de su buen nombre, al Consejo de Estado, al Ministerio, a la Comisión, a la mayoría y a las minorías por aquella representadas, ¿quién puede extrañar que yo hablara como lo hice, quién puede extrañar que yo apelase en aquel momento a amigos y adversarios demandándoles justicia, quién puede extrañar que yo llamara a mis amigos para pedirles un acto, un voto como protesta contra semejantes atrevimientos? (Muy bien, muy bien).

Yo no sé, Sres. Diputados, lo que cualquier otro hubiera hecho en mi lugar; pero entiendo que, por lo menos, otro en mi puesto habría hecho lo mismo, a no ser que no tuviera sangre en las venas ni calor en la conciencia, que es lo que en ciertas ocasiones hace brotar el rubor al rostro de las gentes honradas. (Bien en la mayoría).

Yo no quiero discutir con el Sr. Celleruelo, quien, sin duda en pago de la protesta que formulé, me ha querido hacer el disfavor de suponer que yo me comparara con el ilustre Mendizábal. No, todo lo contrario; porque S.S., siempre que ha hablado en esta cuestión, me ha hecho la gracia de separarme de su anatema; claro está que al recordar yo que Mendizábal había sido también objeto de iguales anatemas, [1684] no podía compararme con él; me refería a los amigos a quienes el anatema de S.S. alcanzaba, que a mí ha tenido S.S. muy buen cuidado de excluirle de aquel.

Por consiguiente, todo lo que S.S. ha dicho de Mendizábal y de mí estaba de más; yo no tengo la inmodestia de compararme con el gran estadista e insigne liberal Mendizábal, que tanto contribuyó a la terminación de la guerra civil y a la pacificación de este país; le perdono a S.S. su intención.

Lo mismo el Sr. Azcárate que el Sr. Celleruelo han teorizado ampliamente sobre las cuestiones de Gabinete, y aún el Sr. Azcárate me ha recordado los compromisos que he contraído ante su persona; compromisos de los que no me arrepiento y que consigno de nuevo ahora; pero sin dejar de estar conforme en muchos puntos con S.S. acerca de este asunto, yo debo recordarle que las cuestiones de Gabinete pueden presentarse de diversas maneras, por distintos conceptos, con la voluntad y contra la voluntad de los Gobiernos.

Puede, en efecto, declarar un Gobierno que se retirará del Poder si no es aprobado un proyecto de ley que presenta; y entonces aparece planteada la cuestión de Gabinete, la cuestión de Gabinete de una manera clara por el propio Gobierno, el cual puede y debe hacer esa declaración en todas aquellas cuestiones que crea indispensables para su existencia y continuación en el Poder. En cambio hay otro orden de cuestiones que el Gobierno puede declarar libres o no decir nada acerca de ellas, pero en las que por su importancia, por el carácter que ofrezcan, por su índole y por otras varias circunstancias, una votación contraria pidiera traer necesariamente consigo la caída del Gobierno; de donde resulta que hay también cuestiones de Gabinete que se presentan por sí solas y que el Gobierno no tiene más remedio que aceptarlas y declararlas, aunque no lo hubiese pensado así con anterioridad alguna.

Pues bien; yo declaro que sin ser esta que nos ocupa una de esas cuestiones que el Gobierno puede y debe declarar, desde luego, de Gabinete, es de bastante gravedad para que la votación influya poderosamente en la existencia del Ministerio, de la Comisión y de la mayoría.

Un proyecto de ley, de suyo importante y trascendental, que el Gobierno presenta después de largas y maduras meditaciones; que la Comisión, nombrada por la Cámara y compuesta de individuos de todos los matices de los partidos monárquicos de la misma, lo recoge para su estudio, lo examina detenidamente, lo modifica de acuerdo con el Gobierno, y viene, por último, a ser objeto de un dictamen unánime, ¿es asunto indiferente para un Gobierno? Pues yo digo al Sr. Azcárate que una cuestión, ya en estos términos planteada, si se desecha por el Congreso, crearía siempre para el Gobierno, para la Comisión y para la mayoría y para las minorías monárquicas, en la Comisión representadas, una situación difícil; pero después de lo que aquí ha pasado, y después de lo que aquí se ha dicho, crea; sin duda, una situación imposible. Por consiguiente, el Gobierno ha podido muy bien no declarar cuestión de Gabinete la cuestión de que nos ocupa, como era su pensamiento; el Gobierno podía haberla declarado libre; el Gobierno podía no haber dicho nada; pero de cualquier modo, una votación gravísima para el Ministerio, para la Comisión, para la mayoría y para las minorías en la misma Comisión representadas.

Pero es más; en los Parlamentos surgen a veces cuestiones de Gabinete de asuntos que nada tienen que ver con la existencia y la continuación de los Gobiernos; y un asunto, insignificante bajo este punto de vista, puede venir a parar en cuestión de Gabinete por el giro que las oposiciones den al debate; por la intención que supongan en el Gobierno; por las intenciones que a la oposición muevan; por el propósito que manifieste, y por el móvil que le guíe. (El Sr. Azcárate pide la palabra); y en tal caso, esta cuestión de Gabinete, nacida de un asunto insignificante, como viene provocada, no por el Gobierno, sino por la oposición, los Gobiernos no tienen más remedio que aceptarla, porque de no ser así quedarían, no sólo vencidos, sino humillados por sus contrarios; y esto es, ni más ni menos, Sres. Diputados, lo que ha ocurrido en la cuestión actual. Y aún hay en ella circunstancias agravantes; porque no es un hecho político, no es un acto político más o menos desfavorable al Gobierno y a la situación lo que viene envuelto en la intención de las oposiciones, que eso muchas veces pasa, y da lugar a que una cuestión insignificante se convierta en cuestión de Gabinete, sino que es más que esto, porque aparecían envueltas, en la intención de ciertas oposiciones, complicidades vergonzosas que nadie puede admitir, que el Ministerio está en el caso de rechazar y de arrojar sobre la frente de aquellos que las supongan en el Gobierno.

En semejante caso, ¿qué había de hacer yo? ¿Sería digno de ocupar este puesto si en tal momento, a la responsabilidad de las personas que en este asunto han intervenido, a la responsabilidad del Consejo de Estado, a la responsabilidad de las minorías monárquicas, a la responsabilidad de la Comisión no tratara de unir la responsabilidad del Gobierno y la responsabilidad mía como Presidente del mismo? (Muy bien). Y si este era mi deber como Presidente del Consejo, ¿cuál era el deber mío como jefe de partido, cuál era mi deber, Sr. Celleruelo? ¿Cuál era mi deber más que el de unir mi responsabilidad a la de mis amigos, cuando S.S., con mucha habilidad, trataba de separarme de la responsabilidad que les pudiera alcanzar? Y ¿qué quería decir si no aquello de "como el señor Sagasta está tan ocupado, como se halla tan abstraído en otros asuntos, no se ha hecho cargo de todo lo que hay en el fondo de este asunto, que si de ello se hubiera enterado ni se habría leído el proyecto, ni se hubiera dado dictamen, ni éste se hubiese discutido"? Pues como yo sé que no hay en el asunto nada que no sea digno y honrado, al ver que S.S. separaba mi personalidad de la de mis amigos en esta cuestión, he protestado. ¿Qué se habría dicho si yo hubiese permanecido callado, dejando que el dictamen se votase como se habría votado? ¿Cree S.S. que si en el anatema que lanzó contra algunos de los que están a mi lado y algunos de mis adversarios, que entienden, como nosotros, que el proyecto es acertado, cree S.S., repito, que si en ese anatema hubiera ido yo envuelto, me habría levantado a hacer esta cuestión de Gabinete? No; no me hubiera levantado para nada; la cuestión de Gabinete la habría provocado S.S. desde el momento en que me hubiera comprendido en el anatema, pues no se concibe una cuestión en la que se vaya a votar contra la conducta del Presidente del Consejo, que no sea esencialmente cuestión de Gabinete [1685]. Por otra parte ¿desconoce S.S. que si yo no hubiera hecho lo que hice, se habría sacado partido de mi silencio y se hubiera dicho: "¡Claro! Como el Presidente del Consejo de Ministros no está enterado del asunto se calla, porque acaso dude de sus compañeros de Ministerio, de los individuos de la Comisión, de sus amigos, de sus adversarios y de todo el mundo"? ¡Ah! no, desde el momento en que S.S. quería excluirme, era mi deber unir mi responsabilidad a la de mis compañeros, a la de mis amigos, a la de mis correligionarios. No, no daré yo lugar jamás a que se crea eso de mí, por mis adversarios, porque no les considero capaces de hacer lo que yo no haría; por mis amigos, porque son mis amigos y están a mi lado, como yo lo estoy al suyo, porque les considero dignos y honrados como yo mismo; y desde el momento en que se quiere arrojar sobre ellos, porque además de su amigo soy su jefe y tengo, como tal, el deber de sostener y de ayudar a todos mis correligionarios mientras permanezcan honradamente en las filas de mi partido; que el jefe que no haga esto no es buen jefe como no considero buen amigo, ni buen compañero, ni buen correligionario, a aquel que cuando ve atacado a su compañero, a su amigo o a su correligionario no se pone de su lado. (Aprobación en la mayoría).

Así soy, pues, hombre político; así soy jefe de partido. ¿Es que hay en esta mi manera de ser, en este mi modo de obrar alguna exageración? Pues me alegro; tanto mejor para mí, que en cuestiones de honra, lo mismo tratándose de la mía que de la de mis amigos, quiero pecar más por exageración que por deficiencia.

He aquí, señores, explicado el espíritu y el sentido de mi discurso del otro día; ¿quiere esto decir, sin embargo, que aquellos de mis amigos que ya tenían compromisos contraídos, que públicamente habían emitido sus opiniones, puedan o deban contradecirse en cuanto han dicho y prescindir de todos sus compromisos? No; porque yo, que cuido de ser severo guardador de mi dignidad, no había de exigir de mis amigos el sacrificio de la suya. (Bien, bien). Los que han combatido el dictamen con discursos como el del Sr. Laviña, lo mismo que los que procuran o han procurado modificarlo con las enmiendas que tenían presentadas antes de que este incidente desagradable se produjese, pueden ratificarse en sus opiniones, pueden confirmar sus ideas, pueden defender sus enmiendas. Pero yo, en su lugar, después de salvar sus opiniones y de cumplir sus compromisos, en ningún caso haría causa común con los que de otra manera piensan y por otros conceptos han atacado el dictamen de la Comisión. Esos amigos que han atacado el dictamen de la Comisión, porque sinceramente creen que los que han intervenido en él no han estado tan acertados como ellos juzgan que lo hubieran estado en su caso, no pueden hacer causa común con los que han fundado en otros móviles su oposición. Los que han disentido del dictamen por creer que los que en él han intervenido pueden haber incurrido error de entendimiento, no pueden ir juntos con los que creen que han sido guiados quizá por insanos móviles, por torcidos designios de su voluntad.

Y de esa manera, Sres. Diputados, cada cual queda en su puesto, cada cual permanece con sus opiniones; no hay conflicto ninguno, y se demostrará, como es mi deseo, que no hay hombre político, que no hay jefe de partido que pueda permanecer indiferente al ver al partido a que pertenece y a los hombres que en el Poder o en altas posiciones oficiales le representan, objeto de dudas y de desprestigio por parte de la maledicencia. (Muy bien).

No he de entrar ahora a discutir el proyecto de la Transatlántica; otras personas están encargadas de hacerlo, y lo harán, en mi sentir, a satisfacción del Sr. Azcárate. Lo único que puedo decir es, que el Gobierno, que encontró esta cuestión, no del todo íntegra, y que la ha examinado muy despacio, ha creído, de buena fe, que no había en España más elemento naval de importancia que el elemento de la Transatlántica; que sería una desgracia, no para la Transatlántica, que a mí no me importa nada de ella, sino una desgracia para el país, que la única fuerza naval que se ha creado, por estos o por los otros motivos desapareciese; y que siendo ésta la única fuerza naval que hay en España, esencialmente española, el concurso sería, créame S.S., una farsa que no daría ningún buen resultado. ¿Por qué? Porque si la Transatlántica hubiera venido al concurso, ella se hubiera llevado el servicio; pero no sabemos a fuerza de cuántos sacrificios y quizá de cuántos delitos lo hubiera conseguido. Fundado en estas consideraciones, el Gobierno ha creído que podía resueltamente abordar la cuestión, y ahora entiende que ha conseguido, dadas las circunstancias del país, cuanto podía conseguirse.

El ejemplo que nos presentaba el Sr. Azcárate de Inglaterra, y respecto del cual nos decía que pagábamos aquí lo que paga Inglaterra, pero que ésta tiene mejores buques y de mayores velocidades, no es exacto; pero aún cuando lo fuera, no tendría nada de particular, porque el Sr. Azcárate comprenderá que por ese argumento no debíamos haber hecho en España ferrocarriles, ni haber dado subvención a las Compañías concesionarias, porque le han costado más al Estado los ferrocarriles en España que lo que costaron al Estado en Inglaterra; y, sin embargo, son mejores los ferrocarriles ingleses que los españoles, y allí tienen mayores velocidades, y allí son de doble vía, y en algunas líneas hasta triple vía, mientras que nosotros no los tenemos más que de una vía; porque es necesario, para juzgar estos asuntos, tener en cuenta las circunstancias del país; y yo le digo a S.S. que, en principio general, hemos obtenido en la calidad y en la velocidad de los buques lo mismo que han logrado países mucho más adelantados y mucho más ricos que el nuestro. Pero repito que no quiero entrar en estas consideraciones, ni siquiera para seguir a S.S. en el ejemplo de la levita, acerca del cual solamente he de decirle que, aún cuando S.S. compre una levita que le cueste los mismo que la potentada, esa levita le costará a S.S. más o menos, según el país en que la compre.

Y para no detener más el curso de este debate, que yo deseo que avance por muchísimos motivos, y para dar lugar a que la Comisión dé las explicaciones que tenga por conveniente, concluyo diciendo a los señores Diputados: yo he dicho mi pensamiento; ahora que cada cual obre como lo considere mejor para su conciencia, para su partido y para el país. (Muy bien). [1686]



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